Stefania Mosca
Ya muchos milenios antes (¿Cuántos?),
los monos decidieron acerca de su destino
oponiéndose a la tentación de ser hombres.
J.J. Arreola, Bestiario
Hablar bien de los animales es, además de un
lugar común del hastío, una forma de acertar con el pensamiento. Más efectivo
que la política y los planes de reactivación económica, resulta el tenedor de
las garras de un león —cualquiera, el más degenerado— o la zambullida exacta de
los alcatraces y su fervor por los crepúsculos. Los animales aúllan, comen,
rugen, se estiran, braman o quiebran su océano sin hacerse preguntas,
satisfechos, los ampara el anonimato y el destino. Entienden, desde un
principio, su lugar en el paisaje, el preciso arco de sus armas, su momento en
la derrota y en la muerte. Y cuando el hombre los toma como figuras de su
reflexión, cumplen perfectamente, humildes, la función de espejo y reflejo que
el lenguaje les impone.
Nada deja de existir si no lo contemplamos. Pero todo empieza a existir vagamente si lo forzamos en la región del lenguaje. Allí (es decir, aquí), nada puede dejar de ser reflejo de la boca que enuncia. El hombre ha creado sus animales en el libro, en la historia, en la fábula, pero por el arraigo de los rostros que lo habitan sólo podemos descubrir en ellos, una y otra vez, la incertidumbre de los pequeños, de los extraviados. El hombre es un dios menor, un rey deficiente. Un prescindible espectador.