Galo Guerrero Jiménez
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Largas noches de verano, largas noches de lectura. Lidia Tomashevskaya |
Cuando a un lector le agrada lo
que lee, se llena de gozo, se queda hechizado y siente el deseo de transmitir
ese entusiasmo a otro lector; el entusiasmo es de tal naturaleza que, con toda
la viveza intelectual y emocional que le caracteriza, le cuenta al otro lo
valioso y lo impactante de esa lectura, para que se sienta atraído, y con el
mismo fervor del mediador, se ponga a leer.
Un maestro, un amigo, los padres
de familia, son los mejores mediadores, divulgadores y promotores de un buen
libro, de una buena lectura, de una historia o de un asunto determinado bien
escrito. Claro está que quien lee un libro que le conmueve, siempre sentirá la
necesidad de comunicárselo a alguien para que emprenda en esa noble tarea de
leer con ese mismo entusiasmo. El hechizo de una buena lectura es como el
hechizo de una buena película, de un vídeo, de una telenovela: el
lector-vidente se entusiasma tanto que quisiera que todo mundo lea ese libro o
ese texto que tanto le conmueve.
Cuando el entusiasmo atrapa al
lector, es porque esa lectura se vuelve necesaria, y por esa circunstancia la
incorpora a su condición personal; pues, ese hecho de lectura llegó a tener un sentido tan plenamente humano
que ese lector siente el deseo de
releer. En este caso, la relectura es aún mucho más satisfactoria, quizá más
orientadora, más humana, más llena de vida por la sencilla razón de que ese
lector, hechizado, sabe que lo leído tiene que ver con su vida: descubre que en
los libros, incluso cuando más son de ficción, está la realidad profunda,
clara, lista para ser debidamente valorada. Ese lector ha descubierto una forma
especial de conocer el mundo y de conocerse a sí mismo.
Este lector hechizado,
entusiasmado, es el tipo de lector que necesita la sociedad, y sobre todo la
educación escolarizada. Por supuesto que el hechizo no viene así nomás, de la
noche a la mañana. Hay un largo proceso de formación como en cualquier otra
actividad humana que necesita de educación, de formación, de destrezas, de
habilidades, de ética, hasta llegar a enamorarse, a tomarle cariño a esa
actividad.
Para la formación de este lector
ideal, al menos son tres las etapas de formación, según lo manifiesta la
escritora colombiana Yolanda Reyes: “La primera es aquella en la que el niño no
lee, sino que otros “le leen” y se
extiende desde el nacimiento hasta el inicio de la lectura alfabética. La
segunda es la etapa en la que el niño comienza a leer con otros y, por lo
general, suele coincidir con el ingreso a la educación formal y con el proceso
de alfabetización propiamente dicho. La tercera etapa concluye con el lector
autónomo, aquel que es capaz no solo de alcanzar un nivel adecuado de competencias lectoras, sino
de encontrar en la lectura una opción permanente de desarrollo intelectual,
emocional, cultural y vital” (2006, p. 61).
El lector autónomo, en este caso,
es el lector hechizado, es el que está ya preparado para que este gran
acontecimiento humano, único, sea asumido con tal idoneidad personal que solo
se logra leyendo. Y el logro de leer leyendo, no solo que logra que sea lector
autónomo, sino que, desde esa autonomía, ese lector puede sentir el más pleno
sentido de libertad que un ser humano necesita para proyectarse como ente
pensante, como dueño de su propia naturaleza humana, listo para desarrollar su
capacidad de vivencia, de supervivencia, y sobre todo de construcción plena de
su subjetividad, de manera que la práctica de las más nobles causas humanas le
representen su mejor objetivo de vida.
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