Luis
Daniel González
La
inclinación a ver todas las cosas desde un punto de vista educativo
a veces nubla la capacidad de algunos adultos a la hora de juzgar con
acierto los libros infantiles y juveniles. Esto se aprecia, por
ejemplo, cuando alguien se lamenta de que «Harry Potter miente»,
como si ese fuera un motivo para no poner esos libros en manos de los
niños, y tal vez sin darse cuenta que, con el mismo argumento,
tampoco se deberían contar a los niños historias bíblicas como las
de Jacob y Esaú, ni cuentos infantiles como Pulgarcito
y El Gato con Botas,
ni muchos otros relatos. Por eso puede ser útil repasar qué clase
de aportación educativa es la que pueden ofrecer las ficciones y
cuál no, y, más en general, indicar algunos criterios para valorar
apropiadamente los relatos literarios infantiles.
En primer lugar es necesario
distinguir entre un relato contado con intenciones educativas y otro
preparado con intenciones literarias. Es distinto que la fábula
sobre El pastor y el lobo
la cuente un educador a que la versione un escritor. Al educador no
hay por qué pedirle que la narre como La Fontaine y en su caso es
legítimo que saque la conclusión de que no se debe mentir: su
interés es educativo y, para él, lo literario es secundario. Del
escritor podemos esperar que la cuente bien y que deje al lector
obtener sus propias consecuencias, pues si su objetivo es literario
le sobran los subrayados pedagógicos.
Ahora bien, aunque para un relato
contado con propósitos educativos lo literario sea secundario, ojalá
lo literario esté bien cuidado, algo que uno no tiene por qué
pedirle a su madre pero tal vez sí a sus profesores. De modo
paralelo, aunque para un relato escrito de modo literario lo
educativo sea secundario, a un escritor que se dirige a un público
joven sí le podemos exigir que no pierda de vista que todo relato es
formativo.
En cualquier caso, tanto el educador
como el escritor han de ser serios en sus ocupaciones respectivas y,
entre otras cosas, eso significa que no han de sacrificar nunca la
verdad por motivos tácticos. Así, un educador no debería elogiar
una mala novela por más que simpatice con su autor, ni debería
recomendar un libro con «valores positivos» si le falta el primer
valor de ser un trabajo bien hecho. Igualmente, un escritor debería
respetarse a sí mismo lo bastante como para no caer nunca en
simplificaciones abusivas, por incompetencia, o por motivos
ideológicos, o por intereses comerciales.
En segundo lugar, se ha de pensar cuál
es el valor principal de las ficciones y también el mayor de los
motivos por los que nos atraen tanto: porque con ellas nos conocemos
a nosotros mismos y conocemos a los demás, y así expandimos
nuestras experiencias vitales y podemos afrontar la vida mejor
equipados. Por eso, de la calidad de lo que leemos (o que oímos, o
que vemos) depende que podamos interpretar el pasado y el presente
con más acierto; que sepamos comprender mejor lo que podemos
experimentar, o pueden experimentar otros, en determinadas
situaciones; que aprendamos a esperar y a prever con acierto lo que
puede sucedernos más adelante.
Esta realidad, que los relatos amplían
nuestra visión de las cosas y condicionan nuestras futuras
respuestas, tiene una particular importancia cuando en ellos se
tratan temas más sensibles y cuando somos más jóvenes. Por
ejemplo, aunque no necesitemos probar determinadas conductas
destructivas para saber cuánto daño hacen, sí nos puede convenir
conocer su existencia y su atractivo por adelantado, y es mejor que
tal conocimiento nos llegue a su tiempo y por medio de historias que
nos las presenten tal y como son. Y eso precisamente, mostrarnos la
complejidad de la vida sin trampas, es lo que hace la mejor
literatura, en especial aquellas obras bien contrastadas por el paso
del tiempo y por el juicio positivo de muchas personas que las
leyeron antes que nosotros.
![]() |
Buenas noches, luna. Ilustración de Shahab Shamshirsaz |
También como una consecuencia más de
lo anterior, en tercer lugar es importante reafirmar que una crítica
literaria sí puede, y a veces incluso debe, incluir un juicio moral
sobre los contenidos de la obra que juzga. En algunos casos todos lo
tenemos claro: de un ingeniero esperamos que no elogie la eficiencia
de las instalaciones de un campo de exterminio o, si se quiere
rebajar la contundencia del ejemplo, que no alabe unos métodos de
fabricación inhumanos. En lo que se refiere a nuestro tema, Viktor
Klemperer lo formula del siguiente modo en La
lengua en el tercer Reich: «No
confío en las consideraciones puramente estéticas en los ámbitos
de la historia de las ideas, de la literatura, del arte, de la
lengua. Es preciso partir de posturas humanas básicas; los medios de
expresión sensibles pueden ser los mismos, aún siendo los objetivos
totalmente opuestos».
Luego, un cuarto punto a tener en
cuenta es el de la recepción de la obra. El impacto de un relato
depende del cuándo y cómo se lea, de las referencias vitales y
culturales que se posean, de la capacidad que se tenga de poner las
cosas en el contexto adecuado. Entre otros factores tienen particular
importancia la edad, también la edad física pero sobre todo la edad
mental que va unida con la madurez humana, y la formación literaria.
Así, es lógico que alguien joven, que intenta encontrar claves para
comprender el mundo al que está entrando, lea con ansias, mientras
que alguien con más experiencia lo haga de modo más distante;
también es lógico que algunos libros, que son copias pobres de
otros anteriores, puedan causar conmoción en quienes, como no
conocen los antecedentes, encuentran algo en ellos por primera vez.
Con estas premisas, que a mi juicio
componen como un marco mental, se pueden dar otras indicaciones
acerca de cómo, desde la perspectiva de un educador, se han de
valorar los contenidos de los libros infantiles y juveniles.
Primero,
se ha de tener en cuenta que la categoría literaria no tiene que ver
con la sencillez aparente o real. A la verdadera sencillez de un
relato infantil –la que rompe las barreras de la edad–, con
frecuencia se llega después de un costoso trabajo (dejando al margen
que la calidad del oro no depende de la facilidad con que se recoge).
Segundo, como en cualquier otro
relato, en los infantiles se debe mirar la calidad del lenguaje, la
solidez de la trama, etc., pero a esas cuestiones se les ha de añadir
la amenidad, la capacidad de atrapar al lector. No se ha de olvidar
que hablamos de unos lectores que necesitan ser atraídos y de unos
libros que han de llegar a ellos a través del entretenimiento y no
por imposición. Pero esto no quiere decir que un escritor esté
legitimado para buscar a cualquier precio el enganche con su público,
del mismo modo que un educador no puede, por ejemplo, mentir y
presentar como real una historia inventada o adornada.
Tercero, es necesario recordar que a
las ficciones no les corresponde dar una visión completa de un
asunto y eso implica, por parte del lector, el esfuerzo de poner en
perspectiva las conclusiones a las que le han podido inducir. Al
educador le corresponde facilitar al lector joven un mejor
conocimiento de las otras caras que tiene la realidad que tratan los
relatos que lee y, por eso, parte de su papel es sugerirle más
lecturas: libros de historia, biografías, reportajes, ensayos, otras
novelas, etc.
Cuarto, se ha de apuntar que, igual
que un relato histórico tiene la pretensión de ser verídico, un
relato de ficción tiene la pretensión de ser verosímil, entendida
la verosimilitud aquí en el sentido amplio de aquello que nos
resulta «convincente» de acuerdo con lo habitual en nuestra
sociedad. Y como «la verosimilitud es también un campo de lo
verdadero, su imagen y semejanza», tal como explica Paul Ricoeur, se
puede decir que a un relato de ficción se le ha de pedir que cuente
siempre la verdad según su modo propio de hacerlo.
Artículo publicado por primera vez en
Aceprensa, el año 2008, revisado para su inclusión en Un
juego de paradojas, y algo
modificado de nuevo en noviembre de 2015.
La cita de Victor Klemperer está en
LTI. La lengua del Tercer
Reich. Apuntes de un filólogo
(LTI. Notizbuch eines Philologen, 1947).
La cita de Paul Ricoeur, dentro de un
análisis extenso sobre la verosimilitud en las ficciones, está en
el primer capítulo de Tiempo
y narración II. Configuración del tiempo en el relato de ficción
(Temps et Récit. La configuration dans le recit, 1985).
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