domingo, 3 de julio de 2016

La infancia en la poesía


Beatriz Mendoza Sagarzazu


En la actualidad, ya nadie pretende definir qué es la poesía. El mundo de hoy controversial y cuestionador ha terminado con la aceptación de verdades absolutas y es poco dado a las definiciones: Las palabras cuando de definir se trata, se refieren más a sugerencias que a realidades, ya sean estas esenciales o vivenciales. Más aun, si de poesía se trata, materia incorpórea, tan inasible como la palabra misma, su elemento óseo, sostenedor de su ser y existir. Sin embargo, con o sin definiciones, la poesía es. Con detractores, en lucha desigual contra un materialismo imperante y creciente, a pesar de un sistema de vida que parece reducir su tiempo, y del facilismo que brindan los medios audio-visuales, nadie puede negar la existencia de la poesía, una de las pocas verdades que siguen siendo evidentes por sí mismas. Y aun cuando no pueda encerrarse en los estrechos límites de una definición, su materia, quizás como ninguna otra, porque de por sí es cambiante, persiste a través del tiempo y sus espacios: La poesía como la vida es un ser, y como la felicidad un estar; un estado de ánimo cautivo y comunicante, una gracia intemporal que escapa y permanece en una red frágil pero firme y duradera. Un poco así como el perfume guardado en un envase al que de pronto dejamos en libertad: Su aroma crece y se apodera del aire y mueve íntimas vivencias y memorias.

Las dificultades de definición serían aun mayores si se pretendiera intentar un trazo de límites entre lo que es poesía y lo que se entiende por poesía infantil. La tarea no es sólo mucho más difícil, sino también, riesgosa, y ante ella cabría plantearse numerosas interrogantes: ¿qué es, a rasgos generales, poesía infantil? ¿Existe realmente una poesía infantil, diferente a la de los adultos? ¿Cuál sería la línea divisoria determinante? ¿Cuándo la poesía dejará de ser “para” el niño y en qué momento del proceso evolutivo del hombre se produce el deslinde? Interrogantes todas, de muy difícil – por o decir de imposible – contestación. Para empezar, si hemos de ser exactos (todo lo exactos que la relatividad permite) el término de “poesía infantil”, solamente podría aplicarse a la poesía hecha por el niño, a la poesía que él es capaz de producir, de crear. En su descubrimiento del mundo, el niño vive un estado de asombro, de aprehensión de los que le rodea e impacta, y trata de darse y dar una explicación de las cosas de acuerdo a sus impresiones. Este intento de comunicación lleva en sí todo lo que de maravilloso tiene el mundo, ya que éste se presenta cada vez como naciendo, como recién lavado por la lluvia, con sus colores intactos, en el puro mediodía de su esplendor.

Para el niño no hay fronteras entre lo posible y lo imposible, entre lo real y lo imaginado. La vida es un acto de magia y él es un pequeño prestidigitador, un diminuto dios capaz de inventar criaturas sometidas a sus propias leyes y conveniencias. Fundamentalmente, el niño es un creador inconsciente de su poder, pero un creador con todas las posibilidades a su alcance, sin obstáculos que dificulten sus entradas y saldas de ese mundo maravilloso de los sueños. Si hubiera de escogerse una cualidad distintiva de la niñez, esa cualidad podría ser la imaginación, esa capacidad que campea – absoluta – en los primeros años del hombre y que éste desafortunadamente va dejando atrás a medida que se va cumpliendo su proceso de desarrollo. El habla del niño en esa etapa de aprehensión de lo que le rodea es hermoso, es poético, porque no está contaminado y posee la inocencia irrestricta que le hace nombrar el mundo con metáforas e imágenes sorprendentes que escapan muchas veces de la comprensión del adulto y hacen que éste presente a sus ojos la misma figura tonta que el infante parece ofrecer al hombre cuando el hombre lo minimiza.

En “El Principito”, ese libro milagroso de Antoine de Saint-Exupery, el pequeño protagonista daba siempre un dibujo a los adultos para que éstos trataran de explicarlo. Y aquella especie de sombrero se convirtió en la llave de la amistad entre el niño y el autor, único capaz de comprender que se trataba de una boa digiriendo un elefante.
En la actualidad se realizan experiencias muy interesantes en talleres especializados tendientes a estimular esa actividad creadora con resultados sorprendentes. Una de estas experiencias, efectuada en los barrios del Distrito Federal, es recogida por Edda Arriaga en “El Sol cambia de casa”. ¿Quién se negaría a suscribir lo que dijo José Alberto, niño de 7 años del barrio “El Resplandor” ?: “Aquí ha un muñeco una nube una luna una bandera un sol una casa ellos están allí porque si no estuvieran nosotros no existiríamos”.
Este desprecio por la lógica, este hacer “su realidad”, este moverse por el universo sin trabas, con libertad, esta calidad de vuelo del niño es lo que llena de poesía su lenguaje y hace que, como los poetas, exprese grandes verdades con palabras sencillas.


Pero cuando se habla de poesía infantil la referencia es la poesía del adulto que el niño acepta como propia, bien sea creada para él exprofeso, o bien producto de una vivencia peculiar o de una sensibilidad afín. En todo caso la poesía tiene que dar la impresión de naturalidad, de falta de artificio, y fluir espontánea y fresca, no parecer prefabricada. De ahí que poemas que no fueron escritos deliberadamente para ellos, gusten más a los niños que otros hechos con tal intención. Ya lo anotaba así Rafael Olivares Figueroa en el Prólogo de su “Antología infantil de la nueva poesía venezolana”, primera de ese género publicada en el país: “El secreto – a nuestro entender – no reside en el deliberado propósito de hacer poemas para los niños; recurso lícito que rara vez da resultado, sino en las condiciones del temperamento que le impulsan a crear una lírica de este tipo”.

El escribir poesía infantil (y vamos a utilizar este vocablo convencional ya adoptado por el uso general) supone en el adulto una infancia contemplativa, una prematura soledad, un inicial registro de pequeñas cosas y sucesos que pasan desapercibidos para los otros niños, una condición especial para el sueño, un tiempo intemporal de juegos solitarios una profundidad inadvertida entre el bullicio de los días felices. (Aunque esos días no hayan sido tan felices). Y supone algo más. Haber conservado intacto ese maravilloso mundo descubierto para reinventarlo luego con toda la magia de la imaginación creadora.

Porque nunca tal vez sea tan exigente la poesía como cuando se trata de llegar a los niños. Aunque parezca una redundancia, la poesía infantil debe ser en primer lugar, poesía. En primero y último lugar. Una poesía de metáforas, de imágenes. De relámpagos. De lenguaje sencillo y sobrio, profundo, lleno de gracia, con un ligero toque de ternura a veces. Un lenguaje rico, lúdico, rítmico. Poesía y música. Poesía y ritmo están íntimamente ligados cuando de poesía infantil se trata. Un poema aveces no significa nada para el adulto, pero si las palabras que lo constituyen tienen un enlace rítmico, puede despertar en el niño un verdadero deleite. Sobre todo en el de pocos años. Este gusto por el ritmo queda demostrado también en la aceptación, por parte del niño, de mucha de la poesía folkórica, aceptación que se deba también quizás al inmenso caudal de primitivismo y sabiduría del pueblo que esa poesía contiene.

El ritmo es, pues, una condición indispensable en toda la poesía, aun en aquella que pertenece también a los dominios de la prosa. Y a propósito del ritmo, ha aflorado otro de los puntos a tocar en esta breve nota introductoria, y es el de la comprensión. Aun cuando ya se ha logrado un acuerdo a respecto, es oportuno repetir aquí con Rafael Ángel Insausti: “La poesía no está obligada a seguir la vía del conocimiento. Y no tiene por qué ser explicable. En poesía la lógica racional es un contrasentido. Poesía no es conceptuación sino principalmente vivencia emotiva, sometida a un especial proceso de elaboración artística”.

Es imposible hablar de poesía infantil sin referirse a los riesgos que corren los que la cultivan. Su aparente facilidad permite el acceso de la cursilería y la banalidad, dos de sus más fuertes enemigos. Y nunca debe olvidarse que el niño es el centro de su propio mundo y que desde allí, su inocencia le da profundidad para mantener frente al adulto una actitud de crítica que le hace rechazar todo aquello que pretenda ridiculizarlo. También la postura prepotente del hombre frente al niño se manifiesta en la poesía infantil mediante el didactismo, la tentación de enseñar. Mucho se ha escrito sobre la utilización de la poesía como medio para impartir conocimientos, dictar normas de conducta o fijar criterios de tipo social, político o religioso. Tal deliberación es excluyente de la poesía porque es atentatoria contra su esencia misma, su autenticidad.

Otro “recurso ilícito” al que ocurren con frecuencia muchos autores de poesía infantil es al del abuso de los diminutivos. Este recurso, además de revelar pobreza imaginativa y de lenguaje, señala una falta de respeto a la inteligencia del niño, a sus capacidades creadoras, a su integridad como ser. El diminutivo puede ser empleado cuando contribuye a dar un toque especial de gracia, de ternura, cuando se busque provocar un efecto determinado, cuando no pueda ser cambiado sin alterar el significado de lo que se quiere expresar: en una palabra, cuando su utilización sea necesaria.
Y sin embargo, no todo queda dicho: por mucho que se teorice sobre la poesía infantil, ninguna regla hará que un poema sea aceptado por el niño como propio, para su íntimo deleite.
Por eso es tan difícil hacer poesía para niños.

II

Pero hay otra poesía vinculada a la infancia, que crece a sus márgenes, vive en sus aguas y se mira en ellas, melancólica y serena.
Es una poesía de memorias. De pérdidas y desarraigos. De casas caídas bajo la piqueta inclemente de los días. De pueblos devastados por la desolación y ciudades enterradas por el progreso. Poesía de rostros salvados milagrosamente del olvido. De palabras y gestos inconclusos. De fotos desvaídas. De perfumes viajeros que pronto nos asaltan con su carga nostalgiosa de recuerdos. Poesía de roces. De miradas vigilantes desde la oscuridad. De música y silencio.
Es una poesía impresionista. De líneas imprecisas, que se mueve al filo de los atardeceres, en los andenes de los trenes, por las noches de los grillos y las ranas. Y de los gatos, que desde los tejados no se cansan de llorar la luna.

Poesía introspectiva. De ojos siempre vueltos hacia atrás, hacia donde el tiempo va sellando de cruces el camino. Poesía del padre presidiendo la mesa familiar. O de la madre, centro de la ternura. Evocación de los hermanos juntos y felices cuando todavía eran juntos y felices. O de la abuela con un aire de nostalgia rondándole las pupilas vacías o de aquel personaje inolvidable que sentó un día su dominio en la memoria. Poesía de primeros amores, de la flor o de la manzana que se lleva a la maestra. Poesía de la escuela que en su apretada nuez guarda el lazo azul de “aquella niña”.
Pero si la propia infancia es capaz de revelar al poeta esta melancolía – que de pronto no se sabe si existe por lo que ha quedado atrás o por lo que de vivir resta – el contacto con el niño le hace sentir y expresar otro tipo de vivencias.

La cercanía de un niño produce siempre en el adulto un golpe de luz, una sensación de júbilo o de redescubrimiento que le hacen ver de nuevo el mundo aunque sea por un instante, con algo de la inocencia perdida.
Para el poeta este contacto es de mayores proyecciones. Y su naturaleza afín, su capacidad creadora , ese “estado de gracia” que le es característico, permiten la expresión de esas vivencias enriquecedoras en la dirección que afecte su sensibilidad.
De ahí la ternura de una nana, el canto al hijo de inquietudes vivenciales y existenciales, de implicaciones filosóficas o el poema de intención social, de protesta.
En la época actual el cambio de vida que ha evolucionado de un estado apacible, casi bucólico, a un torbellino de acción y nuevas inquietudes, la poesía como expresión primordial del hombre y de su tiempo, ha experimentado las mudanzas que habrían de esperarse de su autenticidad.

En las nuevas generaciones venezolanas presentes también es esta antología, la infancia aparece en la poesía con un tratamiento diferente no sólo de fondo sino también formal. Adopta la figura de relatos breves, de pequeñas referencias, de toques, de situaciones contadas de tal modo que dan como resultado el logro de una atmósfera peculiar donde el lirismo se mezcla a veces con el humor. En estos textos de infancia de los escritores jóvenes, la poesía y la prosa, la poesía y la narrativa han eliminado fronteras y presentan una imagen global armoniosa y rítmica. La nostalgia sigue siendo una constante, pero de una manera sobria, contenida. Asoma un rostro desvaído, asume una condición tactante por entre un mundo convencional y cotidiano devuelto a la creación por un lenguaje árido y desposeído; o enjoyado y reiterativo; o coloquial y periodístico, todos de gran eficacia poética.
Su lenguaje. La expresión de su tiempo. Y la poesía como el resultado de un refinamiento del habla, vale decir, la flor del idioma.
Nota introductoria al libro La infancia en la poesía Venezolana.
Ediciones de la Presidencia de la República. Caracas, 1983.

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