sábado, 19 de agosto de 2017

Un mundo secreto


Fanuel Hanán Díaz

Fui un lector precoz. Recuerdo que un día amanecí leyendo el periódico, tendría como tres años. Mis padres no podían creer que realmente yo sabía leer y probaron a ponerme el periódico al revés varias veces, pero al final los convencí leyendo en voz alta varios párrafos al azar.

En realidad, aprendí a leer escuchando las clases improvisadas que mi abuela le daba a mi hermana. Y también porque desde que tengo memoria en mi casa siempre había libros y adultos lectores. Ese mismo año, en Navidad, el Niño Jesús me trajo una pistola de luces y un discreto paquete en papel kraft que tenía dos libros que cambiaron mi vida para siempre.

 El primero de ellos era Peter Pan, ilustrado, y el segundo una versión en cómic de La isla del tesoro que me atrapó de una manera adictiva. Recuerdo
que esos días en las noches cuando se suponía que debíamos estar durmiendo yo prendía una linterna enorme y pesada, para continuar la historia del valiente Jim de polizonte en un barco. A partir de ese momento se instaló en mí la sensación de que al abrir las páginas comenzaba a recorrer un mundo secreto donde sólo yo podía entrar, cubierto por la sábana de mi cama, mientras al lado mis hermanos dormían. Mi necesidad de aventuras germinó y creció con voracidad, como la planta de habichuelas mágicas. Como vivíamos en el interior, aprovechaba cada viaje que mi papá hacia a Caracas para pedirle un libro. Y quizás dentro de las limitaciones del momento, fue una enorme suerte tener un papá con intuición lectora, que puso en mis manos libros maravillosos como Los piratas de Malasia y Los Tigres de Mompracen, Las minas del rey Salomón, Los chicos de la calle Pal, La flecha negra y El Robinson suizo, libros que recuerdo con devoción porque poblaron mi infancia de imágenes exóticas y emociones fuertes.

Para ese momento había descubierto el placer de la relectura, y aunque ya sabía lo que iba a pasar podía leer el mismo libro varias veces y sentirme atrapado con la misma intensidad. Poco a poco construí un espacio personal y la capacidad para entrar fácilmente en mundos paralelos, con los libros y en mi mente. Quizás, se puede decir que me volví soñador, de esos niños que parecen retraídos, pero que en realidad andan pensando en muchas cosas. Otro territorio que me sedujo fue el de la no ficción, especialmente el mundo de los animales marinos, las serpientes y los descubrimientos arqueológicos. Incluso pensé que en algún momento iba a ser biólogo o arqueólogo. Recuerdo una enciclopedia maravillosa de gran formato que se llamaba Naturalia y que tenía dibujos científicos de animales muy extraños, como peces del fondo marino y monos de Borneo... era una verdadera delicia mirar esas imágenes y luego enterarse de las rarezas de cada especie, de su nombre científico, de sus mecanismos de defensa.

Estoy convencido de que la lectura es una experiencia vital. Leer nos permite enriquecer el mundo interior de tal forma que puedes digerir muchos eventos de la vida como oportunidades de crecimiento y no como acontecimientos simples e insípidos. La lectura alimenta dimensiones de complejidad y de belleza que están en todos los eventos, por pequeños a insignificantes que parezcan.

La poesía llegó un poco más tarde a mi vida, en plena adolescencia. Poesía de amor y de dolor, Pablo Neruda, Aquiles Nazoa y César Vallejo inclinaron mi vocación a la escritura de versos, en papeles sueltos, en cuadernos. Fue una etapa melodramática, de esas de amores imposibles, pero siempre como factor común desde el mundo secreto que los libros me permitían construir, porque allí podía desbocarme como un caballo en planea carrera. Creo que esa intensidad fue lo que permitió sobrevivir a otras experiencias ingratas y dolorosas, de pérdida y mucha soledad. En mi caso la poesía fue como forma de sobrevivencia.

Otro de los grandes descubrimientos en mi camino de lector fue la fantasía épica, mejor dicho, El señor de los anillos, un libro realmente profundo y mágico, con sus visiones élficas y sus seres repugnantes. En algún momento leí que este libro estaba considerado como el mejor del siglo XX, y estoy de acuerdo en que debe incluirse entre los mejores de la literatura universal. Tolkien me regaló el respeto por la verosimilitud, su mundo es tan consistente y sus personajes son tan humanos, que permiten al lector asistir a la lucha íntima que cada persona tiene con su sombra. Pero además a la creación de un mundo secundario donde la imaginación se pierde en el horizonte de la fantasía. A pesar del vuelo creativo es posible reconocer una fuerza racional que sostiene este universo literario.

La literatura infantil me encontró de frente, cuando ya había terminado la universidad. No pensé que obras de tanto valor pudieran haber sido escritas para la infancia, pues raramente en la literatura que se estudiaba en la universidad se les abría un espacio a los libros para niños. Haber trabajado en el Banco del Libro de Venezuela me permitió conocer autores, especialmente del realismo crítico, como Katherine Paterson, Mirjam Pressler, Klaus Kordon, Peter Härtling, Susan Hinton... y poco a poco adentrarme en un territorio que me abrió otras puertas a la ficción, y me llevó a explorar los fascinantes libros álbum. Hoy en día tengo una enorme deuda con la literatura infantil, porque me permitió la formación como crítico, en primer lugar, y como escritor de libros para niños.

Uno de los temas de investigación que he desarrollado en los últimos años tiene que ver con la literariedad visual, cómo leer el discurso de las imágenes. Y eso me lleva a reconocer que desde mis lecturas tempranas las ilustraciones tuvieron un enorme impacto, como un elemento seductor al principio y más adelante como un lenguaje que también podía interpretar. Ahora como un discurso sobre el cual hago análisis y más elaboradas construcciones. Así que el mundo visual forma parte de mi relación con la lectura.

Durante los últimos años, mi vocación se ha enfilado hacia los libros extraños y perturbadores. Busco en estas lecturas otras emociones que sobrepasan la aventura, los sentimientos afilados, las pugnas psicológicas o la fantasía desbordada. Me gusta encontrar en estos libros el sabor amargo, los secretos resortes que explican ciertas actitudes y experiencias difíciles, la consistencia de un final poco complaciente o la humanidad más genuina, sin tanto maquillaje.

Los libros en distintos momentos de mi vida han sido fundamentales para satisfacer mi enorme curiosidad y para sentirme bien conmigo mismo, en situaciones en que un libro es la mejor y más segura compañía.

La lectura me ha enseñado a hurgar y sentirme parte del mundo, me ha permitido reconocer que todos somos muy diferentes y que eso es fascinante. A veces me he preguntado por qué el ser humano necesita leer, por qué esta incesante exploración. Una de las respuestas más solventes la encontré hace años en un artículo de Wolfgang Iser que explica por qué necesitamos la ficción: para llenar ese enorme vacío de no saber qué hay antes de haber nacido y después de la muerte.

En todo caso, los buenos libros, los que uno ama y agradece que existan, siempre dan respuestas a cosas que uno ni siquiera ha pensado y calman esa angustia existencial de no saber qué hay más allá, en parte porque ese espacio que no conocemos es un territorio infinito que la ficción puede poblar.

Díaz, Fanuel Hanán (2013). Un mundo secreto. Álabe 8 [www.revistaalabe.com]

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