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lunes, 16 de diciembre de 2024

De las bestias y los bestiarios

 

Stefania Mosca

Ya muchos milenios antes (¿Cuántos?),

los monos decidieron acerca de su destino

oponiéndose a la tentación de ser hombres.

J.J. Arreola, Bestiario




 

Hablar bien de los animales es, además de un lugar común del hastío, una forma de acertar con el pensamiento. Más efectivo que la política y los planes de reactivación económica, resulta el tenedor de las garras de un león —cualquiera, el más degenerado— o la zambullida exacta de los alcatraces y su fervor por los crepúsculos. Los animales aúllan, comen, rugen, se estiran, braman o quiebran su océano sin hacerse preguntas, satisfechos, los ampara el anonimato y el destino. Entienden, desde un principio, su lugar en el paisaje, el preciso arco de sus armas, su momento en la derrota y en la muerte. Y cuando el hombre los toma como figuras de su reflexión, cumplen perfectamente, humildes, la función de espejo y reflejo que el lenguaje les impone.

Nada deja de existir si no lo contemplamos. Pero todo empieza a existir vagamente si lo forzamos en la región del lenguaje. Allí (es decir, aquí), nada puede dejar de ser reflejo de la boca que enuncia. El hombre ha creado sus animales en el libro, en la historia, en la fábula, pero por el arraigo de los rostros que lo habitan sólo podemos descubrir en ellos, una y otra vez, la incertidumbre de los pequeños, de los extraviados. El hombre es un dios menor, un rey deficiente. Un prescindible espectador.