viernes, 15 de abril de 2016

El libro en llamas


Carlos Yusti
  La quema de Cristóbal Llorens

La historia de la literatura, o para especificar, del libro como objeto sorprendente de conocimiento/entretenimiento, es el de una enorme hoguera iluminando ese camino farragoso de la intolerancia. El combustible es el temor (y el odio) debido al contenido de algunos libros. No obstante (desde que ardió la gran biblioteca de Alejandría pasando por los auto de fe de la china, de los religiosos contra los códices del nuevo mundo, de los nazis y por las piras emprendidas por los dictactozuelos de terror y sangre que ha padecido Latinoamérica) el libro ha llegado hasta nuestro días. Hoy no los quemamos, pero lo ahormamos en un Kindle y en ocasiones los pasamos por esa ráfaga luminosa del escáner, que es un poco como quemarlos desde la metáfora de estos tiempos cibernéticos en la que estamos entrampados.


En mis días de escritor primerizo, con más malas maneras que folios escritos, lo que deseaba era que mis gusanos mecanografiados pasaran por la afilada tijera del censor; que mis escritos fueran arrojados al cadalso de la pira pública. Un escritor censurado, un libro quemado era el pasaje directo a la gloria, a la inmortalidad. Sueños imbéciles de juventud.

En un remate de libros me hice con un ejemplar del libro “Del buen salvaje al buen revolucionario” de Carlos Rangel. Libro maldito por excelencia en nuestro país (y quemado “simbólicamente” en algunas universidades) que daba algunos puntapiés a esa idealización coríntellanezca de la revolución y del proletariado tomando al cielo por asalto. El libro fue presa de la aversión de nuestra izquierda exquisita y de cubículo universitario.

Los incendiarios y encapuchados de ayer son los ilustres funcionarios de hoy. Es un axioma. Ya no tienen necesidad de quemar libros. Ahora desde sus oficinas de burócratas desaparecen el papel, se hacen con las tintas y privatizan las imprentas. Ya no censuran los libros, sencillamente no los publican, o los asfixian en una fila interminable de libros y autores por editar. Jorge Luis Borges ha escrito algo que podría ser un eficaz cortafuego: “Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad”.

Hablamos para el reino de lo efímero. Se escriben libros para esa hoguera de lo eterno o como lo escribió Oswald Spengler: “La palabra pertenece al hombre en general. La escritura pertenece sólo al hombre culto. La escritura—por oposición al idioma de palabras—depende toda, y no sólo en parte, de los sinos políticos y religiosos por que atraviesa la historia universal. (…) la escritura nos permite dirigirnos a hombres que no hemos visto o que no han nacido. La voz de un hombre resuena en la escritura siglos después de su muerte. La escritura es el primer síntoma de la vocación histórica. Por eso nada hay tan característico en una cultura como su relación interior con la palabra escrita”.

Esa relación interior con la palabra escrita lleva a hombres y mujeres de ser cómodos lectores hacia ese universo agitado de la escritura. Algunos pocos verán su libros editados, otros quedarán inéditos, los más obsesivos serán presa de la desazón y felicidad que implica el trabajo con las palabras; algún suertudo encontrará un amigo que lleve a la hoguera lo que se ha ido acumulando en las gavetas. Nuestro curioso autor fr. Juan Antonio Navarrete lo tenía claro: "Yo no escribo sino para mi utilidad. Quémese todo después de mi muerte, que así es mi voluntad en este asunto; no el hacerme autor o escritor para otros". Lichtenberg fue más asertivo: "Darle los toques finales a una obra, es decir quemarla".

No quemo nada por distraído y además por ese veneno de la vanidad que corre por mis venas. Cuando comencé con la escibidera (la palabra es de mi madre) no lo hice con el avieso propósito de ser autor, sino más bien por hastío. Andaba por ahí no con una nausea permanente (como aquel lejano personaje de Sartre), sino más bien con un tedio delineado en las pupilas del alma. La lectura me salvó de ese aburrimiento nocivo y mi primer libro surgió como una exigencia personal, luego comprendí que escribir tiene muchas e intangibles variaciones, pero sobre todo entendí que escribir con arte y metáfora es asunto de unos pocos o como lo dijo Francisco Umbral: “Escribir es producir esculturas léxicas”. Intento esculpir con palabras una escultura que proporcione otro grado de belleza a este feo mundo, lo que deja poco margen para la desesperación de abismo suicida.

Con eso de escribir ocurre que buena porción de personas quiere convertirse en AUTOR(A), en mayúscula. Actrices de medio pelo, actores de rol secundario, deportistas y todo ese mundillo de la farándula a la criolla buscan editar su libro. En una oportunidad Groucho Marx aseguró que el preferiría ser recordado como escritor y argumentaba: “No estoy seguro de cómo me convertí en comediante. Tal vez no lo sea, pero en cualquier caso me he ganado muy bien la vida durante años, haciéndome pasar por uno de ellos”.

Esto de gente ágrafa que quiere ser autor me recuerda dos películas. Una basada en la novela de Eduardo Liendo, Los platos del diablo. En la película, protagonizada por el desaparecido Gustavo Rodríguez, Ricardo Azolar, escritor mediocre conoce a Lisbeth, especie de musa, que lo saca un tanto de su amargura, por ser sólo un escritorzuelo, y lo acerca al entorno de amigos de Daniel Valencia, adinerado y encumbrado escritor. Valencia fallece en circunstancias no muy claras, dejando su nuevo libro inédito a Azolar para una lectura. Azolar lo plagia y alcanza éxito. Al final el plagio es descubierto y la responsabilidad de Azolar en la muerte de Valencia. La otra película Un hombre ideal es similar. La cinta, protagonizada por Pierre Nine, con guión y dirección de Yann Gozlan, relata la historia de Mathieu Vasseur, de 26 años, que trabaja con un familiar haciendo mudanzas, pero cuya aspiración es ser un escritor de éxito, pero sólo tiene un obstáculo: su falta de talento. Con un libro rechazado por una editorial sigue en un trabajo que no le agrada, pero un día, en mitad de una mudanza, encuentra el diario de un combatiente de la guerra de Argel que acaba de fallecer, solo y sin familiares. El joven se lleva el manuscrito. En su pequeño cuarto escribe. A Mathieu no se le ocurre nada y sólo una frase de Stephan King, en un pizarrón de corcho, le dice: “Escribir 2.500 caracteres por día”. Decide entonces plagiar la historia y su vida cambia radicalmente. Como vedette literaria en ascenso se enamora. El joven escritor se convierte en un mentiroso y en un asesino para resguardar su oscuro secreto.

Cualquiera tiene derecho a expresarse a través de la escritura. Pienso que no hacen daño los poetas del ripio, ni las Conny Méndez de la autoayuda, mucho menos los profesores de literatura comparada y sus bostezantes libros de año sabático. Lo perjudicial son aquellos quienes creen que los libros pueden transformar la vida. El más famoso personaje creado por Cervantes lo creyó e intentó llevarlo a la práctica y todo fue un imponente desastre. Creía que el mundo de las palabras de alguna manera trasmutaban el entorno real o como lo escribió Marthe Robert: “Pero don Quijote no se deja desanimar tan fácilmente y si no puede crear la palabra viviente que, según él cambiaría el mundo, al menos hace el esfuerzo de preservar a su alrededor la precisión, la propiedad y la pureza del lenguaje, cosas sin las cuales el advenimiento lejano de la justicia es una quimera. (…), don Quijote sobresale en su papel de guardián de las palabras que, sin la menor duda, la va mucho mejor que el de exterminador de armadas,(…) desecho, apaleado, muerto de hambre, don Quijote todavía tiene fuerzas para enderezar un giro vicioso, condenar una impropiedad o remplazar por una expresión precisa un discurso superfluo. Al cura, que lo ve mal y lo cree ferido, don Quijote le responde: Ferido no…pero molido y quebrantado”.

Se queman libros y se erigen murallas, lo dice uno con un estilo borgiano en pobre. Pero esas murallas intangibles se edifican con los ladrillos de nuestros prejuicios, de esos terrores infundados e infantiles. En nuestra piel de lectores (como don Quijote) queremos que la realidad se amolde al poema o a la ficción leída, deseamos que la realidad sea en sí misma una escultura léxica de la belleza. Cuando se escribe esa otra hoguera, la del olvido es más viva y ardiente. Francisco Umbral lo supo siempre y ante la pregunta: ¿Escribe usted para sí mismo, para el público, para la posteridad... ?, respondió: “Escribo para la hoguera, como todos”.

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